Marta querida: Canción que Paul Mc Cartney escribió a su ovejera Old English.
Cuando a buscarme vengas te llevarás mis huesos y mi carne marchita y mi sangre hecha hiel, mas no podrás llevarte la emoción de mis besos ni el ritmo de mis cantos, ni el verde laurel.
Tú no podrás llevarte la vida que he vivido, el placer que he gozado, el sueño que soñé, cenizas de una leña que a los vientos ha ardido eso es lo que en tus manos tan solo dejaré.
Cuando a buscarme vengas solo hallarás mis rastros, la vida hará tiempo que se te adelantó; la vida, la que enciende y desgasta los astros poco a poco en sus rudas manos me trituró.
En sus brazos quedaron mi juventud zahareña, la embriaguez de mis horas de lucha y frenesí, todo lo que en el alma florece, vibra y sueña, ¡Qué poco has de llevarte cuando vengas por mí!
Pálida mors, de La canción humana, Emilio Frugoni.
No siempre la muerte de un perro o un gato ocurre de manera súbita y sin sufrimiento. Son más los casos en los que el deterioro es progresivo, donde el proceso es lento y gradual, uno ve avisos de malestar y desmejoramiento sucesivos y recurrentes. Algunos luchan como estoicos guerreros, otros se entregan y se dejan morir débiles y sin fuerzas para incorporarse.
Ahora no es como antes, no es como las otras veces en que se le sacó adelante y superó el problema, parece que ésta vez es distinto. Al principio son pastillas, luego inyectables para tratarle por la dolencia que le aqueja, ahora ya no es uno sino varios problemas, luego medicamentos en el suero, una visita al día a la clínica, luego dos. Después vendrán las llamadas en la noche a la urgencia, los días van pasando y los exámenes clínicos confirman la gravedad de la situación. Con apoyo se le trata el tiempo que sea, semanas, meses, años. Si hay alternativas se toman. Uno debe ayudar a pasar por este momento de la manera que mejor se pueda, pero la calidad de vida es la clave. ¿Quién querría para uno mismo, una muerte con agonía prolongada o dolor? La comunicación entre la familia, su mascota y el profesional, es fundamental en este punto. Nada de apuros, todos de acuerdo y que quede en la memoria lo mejor de su companía, para olvidar éste momento amargo.
Un libro de Paul Auster relata la vida de Bones (Huesos), un perro que en primera persona cuenta las peripecias de su vida y también para él había, según su dueño comentaba, un lugar sin preocupaciones, un lugar tranquilo donde los perros son capaces de hablar en el lenguaje del hombre y viven felices. Un lugar donde tan solo escuchar su nombre, producía en él, una oleada de gozoso bienestar. Willy, su dueño, decía siempre “donde termina el mapa del mundo es donde comienza Tom-buc-tú”, su verdadero jardín de las delicias.
Manuel Figueroa y Pablo Butler
UN PERRO HA MUERTO, poesía de Pablo Neruda
Mi perro ha muerto. Lo enterré en el jardín junto a una vieja máquina oxidada.
Allí, no más abajo, ni más arriba, se juntará conmigo alguna vez.
Ahora él ya se fue con su pelaje, su mala educación, su nariz fría.
Y yo, materialista que no cree en el celeste cielo prometido para ningún humano, para este perro o para todo perro creo en el cielo, sí, creo en un cielo donde yo no entraré, pero él me espera ondulando su cola de abanico para que yo al llegar tenga amistades.
Ay no diré la tristeza en la tierra de no tenerlo más por compañero, que para mí jamás fue un servidor. Tuvo hacia mí la amistad de un erizo que conservaba su soberanía, la amistad de una estrella independiente sin más intimidad que la precisa, sin exageraciones: no se trepaba sobre mi vestuario llenándome de pelos o de sarna, no se frotaba contra mi rodilla como otros perros obsesos sexuales.
No, mi perro me miraba dándome la atención que necesito, la atención necesaria para hacer comprender a un vanidoso que siendo perro él, con esos ojos, más puros que los míos, perdía el tiempo, pero me miraba con la mirada que me reservó toda su dulce, su peluda vida, su silenciosa vida, cerca de mí, sin molestarme nunca, y sin pedirme nada.
Ay cuántas veces quise tener cola andando junto a él por las orillas del mar, en el invierno de Isla Negra, en la gran soledad: arriba el aire traspasado de pájaros glaciales, y mi perro brincando, hirsuto, lleno de voltaje marino en movimiento: mi perro vagabundo y olfatorio enarbolando su cola dorada frente a frente al Océano y su espuma. Alegre, alegre, alegre como los perros saben ser felices, sin nada más, con el absolutismo de la naturaleza descarada. No hay adiós a mi perro que se ha muerco.
Y no hay ni hubo mentira entre nosotros. Ya se fue y lo enterré, y eso era todo.